La deliciosa caricia en lo más siniestro del alma, caricia en la espalda, caricia pérfida de puertas adentro, de clausura cada vez más consistente. Eva y yo estábamos perdidos. Eva y yo, que ironía, una conjuntiva. No era lo mismo decirnos por separado, Eva y yo eramos uno, emulsión indivisible cocida a fuerza de crochet, sostenida como una balanza por un fiel de literatura francesa, por Paris, por Paris que era Buenos Aires.
Eva, todo en vos era traición y clandestinidad y café tibio al atardecer. ¿Como salir y exponernos? ¿Como entenderían ellos que nosotros eramos uno y que no se nos podía nombrar por separado?
La casa era nuestro fuerte de batalla, y estábamos a salvo en ella que estaba tan lejos de todo, que no era familia, que no era juicios ni condenas. La casa nos guardaba.
A veces, nos visitaba la tía Miriam y no nos entendía, Eva. Cada palabra que decía era sugestión, era separarnos, pero ya era tarde y no podíamos. Entre las sábanas se habían perdido ya los juegos de la infancia, la dulce inocencia fraternal, que ahora era manzana mordida y que había devenido inevitablemente en La Caída.
Nos volvimos tan mortales, Eva, y conocimos el dolor.
Antes, nos protegían los lazos familiares, los campos de papá, los abrazos de mamá, las abultadas cuentas bancarias, todo lo que eramos.
Pero nos amamos tanto, porque nunca fuimos hermanos, porque caí en tus brazos eternamente y me dejé fundir en vos, porque las raíces ya no nos importaban y era tan poco decir sangre, decir argentinos, de Banfield, hermanos. Nos volvimos locos, Eva y yo, locos de amor y lo abandonamos todo. Transformamos la abundancia en Zona Oeste y casita sin patio.
¿Quién lo hubiera dicho? Las señoras se indignaban más que el resto. Porque tienen el demonio adentro y los malcriaron demasiado, porque papá era campos y mamá era abrazos.
Ergo, estaba mal, y nos miraban de costado y vos dudabas, todo tan turbio, Eva, y vos tan transparente. Yo trabajaba en la imprenta, vos me esperabas con el caldo o la polenta, carne, a veces, carne, cada vez menos.
Esa mañana había vuelto a venir Miriam, pero esta vez cambiada, sin frases alarmantes, callada. Pensé que quizás se había acostumbrado a la idea de Eva y yo, aunque el incesto era el incesto, pero nosotros ya no eramos hermanos.
Entonces la imprenta, corregir un libro, redactar un prólogo, una opinión sobre el gobierno Kirchnerista.
Después, un remolino de desventura y ausencias y silencio.
Y la casa estaba en silencio, era raro, porque Eva escuchaba la radio a esa hora. Pero Eva no estaba, ni la tía, ni Eva, ni la ropa de Eva, ni el baúl ni la radio ¿Donde estás?
Nada. Se la llevó. Esta hija de puta la convenció y no me di cuenta, pero claro, si Eva hace días que se negaba a hacer el amor.
Aquí comenzó la turbulencia y rompí todo y llené la casa de lágrimas y arroz. Y entre tanto desorden ¿Que veo? Tira reactiva, dos rayas. Eva, yo, conjuntiva, emulsión, procreación. ¿Donde estás? ¡Qué paradoja, Eva! ¿Porque no me dijiste? De nosotros, la luz, la carne, nueve meses, Eva. Y se la llevó, porque está mal, mi amor, está mal pero somos tres, Eva, yo, nueve meses y tres.
Los genes no importan, vale poco decir sangre, Argentina, Banfield, hermanos. ¿Donde estás, Eva? Si estás...
j.Aguilar.
(Basado en el cuento de Julio Cortazar "Casa Tomada")
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